«Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación» (Catecismo, 1446).
Jesús, durante su vida pública, no sólo exhortó a los hombres a penitencia, sino que acogiendo a los pecadores los reconciliaba con el Padre. «Al dar el Espíritu Santo a sus apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23)» (Catecismo, 976). Es un poder que se transmite a los obispos, sucesores de los apóstoles como pastores de la Iglesia, y a los presbíteros, que son también sacerdotes del Nuevo Testamento, colaboradores de los obispos, en virtud del sacramento del Orden. «Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico» ( Catecismo, 1442).
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